jueves, 12 de agosto de 2010

Un pequeño paso.

No creo que sea bueno prohibir. Es una palabra que me suena a podrido. Prohibir es coartar la libertad, dar un paso atrás. No me gusta que me prohíban salir, ni que cuando salga mis lugares preferidos hayan sido cerrados por estar demasiado cerca de la costa. Me joroba que un cantamañanas que no conozco me tenga que decir qué película es adecuada para mí y cual se debe censurar. Grito a coro con los partidarios de una cultura libre, y soy de las que piensa que los homófobos se deberían haber extinguido con los dinosaurios.

Pero hoy tengo que decir que estoy feliz. Estoy feliz desde que se han prohibido las corridas de toros en Cataluña. No tengo claro si es una incoherencia en relación a lo que he dicho antes, y aunque lo fuera, todos tenemos contradicciones. No iba a ser yo menos, por supuesto.

En realidad, me importa un pimiento el motivo de su prohibición. Sí, a lo mejor les suena demasiado a España, o los catalanes son los más concienciados en cuanto a defensa del animal. Me da igual. La política ha acabado aburriéndome soberanamente. Lo único importante es que se salvarán más de cien toros anualmente, así que bienvenida la medida sea. Ahora bien, esperaré ansiosa a que se prohíban los correbous en un corto plazo, o me llevaré una gran decepción.

Lo advirtió el filósofo Josep M. Terricabras: si algo es condenable, no es que sea lícito prohibir, es que es obligatorio. Y yo no creo que haya nada más condenable que divertirse a costa de la muerte de un animal. Ni tradición ni leches. También quemábamos vivos a los herejes en la plaza pública, ejecutábamos a garrote ante toda una ciudad, esclavizábamos, educábamos a palos… Tradiciones que hemos ido eliminando a lo largo del tiempo, con cultura, valores y un poquito de sentido común.

Gente opina que por qué no corridas sin muerte, sin sangre, sin maltrato. Bendita utopía. Sería un espectáculo grandioso ver cómo un toro bravo de verdad, sin haber sido torturado previamente, se enfrenta a un ridículo individuo disfrazado de árbol de navidad. Repito, grandioso.

Al final, no somos ni los taurinos ni los defensores del animal, sino es la historia la que juzga. Y es que nadie está exento de que las cosas cambien, y que los argumentos hoy dichos y aceptados, sean guardados en el cajón de la ignorancia mañana.
Para mí esto es tan simple como que torturar así a un animal y hacer de ello un espectáculo es una salvajada. Y yo, siento decir que de sádica tengo poco. A veces pienso que quizá me iría mejor siéndolo, no sé.